Vuelvo a sumergirme en el mar desnuda, intentando alcanzar sin aliento aquella profundidad que hacía olvidarme de mi misma, aquel susurro del agua que no era sino el canto de bondad con que me envolvía y me hacía descender hasta perder mi razón para adentrarme en el seno de su inconmensurable misterio.
Vuelvo a agitar mis brazos para expandirme en su universo y no pensar, porque el mar es más que suficiente pensamiento, hasta perder los límites, hasta perder la geografía y olvidarme de mí misma. Nada me faltaba en ese espacio que me arrebataba todos los sufrimientos, que me hacía libre, impúdica, ingrávida y materialmente etérea.
Vuelvo a sentir las alas poderosas de su fuerza que me hacían bucear hasta querer dejar de percibir el oxígeno que me devolviera a la penosa y pesada realidad del paisaje con el que siempre hay que enfrentarse, porque el fondo del mar me hace olvidar las palabras con las que hay que hablar, el esfuerzo para poder caminar y la cantidad de lágrimas que hay que derramar para llegar a conocer los sentimientos.
Recuerdo, mar, tu sutil sintonía con mi cuerpo, con mis sueños, con mi lejana infancia, con la risa que brotaba alborotada de un origen feliz, ajena a la edad, lejos de los coloquios humanos y desinteresada de los oficios de la vida adulta.
Eres, mar, la copa y receptora de mis más íntimos sentimientos, capaz de ser el matraz que transforma mis debilidades en ricas aristas para poder reflejar tu rostro en un lienzo.
Por Isabel Martínez Pita