Me siento a escribir sobre el peso que se posa sobre el
asiento que me mantiene expectante frente al lienzo blanco e iluminado que
espera que yo escriba algo, porque si no lo hiciera la propia pantalla cejaría
en el empeño y se iría a negro de tanto letargo.
Parece de brujos, pero hace un
momento una retahíla de ideas fluían sin necesidad de espera, pero cuando llega
la hora de depositarlas en la mejor
compostura se diluyen hasta dar la impresión de que nunca existieron, de
desconocer el espíritu que las animó a generar una composición breve pero
inundada de sinfonías sutiles y armoniosas que me provocaban la volátil sensación
de un momento trascendente.
Y ¿qué era lo que yo me decía en esos momentos
que hablaba conmigo? No recuerdo. Lástima que del cerebro al teclado haya una
distancia de años, una longitud insalvable.
Recuerdo, sin embargo, que evoqué la impresión causada por
la esperanza de ir a vivir, ya una vez jubilada,
a una isla canaria. Sopesé en ese instante la inocencia con la que durante
tantos años dibujaba mi futuro con el presente que he cosechado y al que si tuviera que darle un
nombre le llamaría ceniza.
Pero es cierto que esa idea, de la que emergen destellos que
pudieran calificarse de gritos desesperados para asir la contemplación de una
tierra acogedora en la que el mar y el sol provean a los sentidos los alimentos
necesarios para poder llegar a ser realmente un ser humano pleno y sonriente,
han hecho bullir nuevos compases en la sinfonía de mi ya aburrida vida.
Me incomoda este cromo en el que me han incorporado; por mucho
que mire el cielo no hallo hueco por el que dejar escapar un solo esbozo de mi
imaginación y desarrollar periplos y viajes, esparcir luces y colores con los
que poder sobrevivir flotando sobre esta especie de conjuro con el que se
empeñan en emponzoñarnos.
No hay forma de desprenderse de la tela de araña a la que
nada más retirar las sábanas de la cama te quedas pegado. Y pienso, inútil
anhelo, que cerrando los ojos me desprenderé de sus pegajosas hebras. Es
inevitable, los sueños forman parte de la madeja y con el tiempo, entre el Sol
y la Luna, los párpados tienden a oscurecer la claridad de los ojos y las
comisuras de los labios se desploman a ambos lados de las mejillas: Inevitablemente
es la tristeza que ya se ha instalado en el alma y dibuja perfiles inconfundibles en su mascota más querida.
Observo a los demás para obtener respuestas y solo obtengo
una sonrisa irónica al mirarme al espejo.