No es que quiera detener las horas, es que quiero que el
reloj se muera, languidezca con su propio tiempo. Quiero que los minutos dejen
de tener segundos y recorran perezosamente las esferas.
Quiero hacer estallar
las agujas, que vuelen por fin sin estar sujetas a esas máquinas infernales que
todos hemos de mantener cerca, a pesar de los inventos de la ciencia y las
especulaciones de los sabios, allí están los malditos tic tac de la sobremesa,
de la pared, de la cocina, apuntalando mis oídos, indiferentes a mis
pensamientos y al recorrido de mi mano cuando acaricio mi perro.
No quieren
saber nada de mí cuando hablo porque acotan mis frases y las mandan al olvido
como paquetes que no tienen reciclo. Señalan mis miradas y apuntalan mi sosiego
con su indiferencia. Cruel desvarío organizado de algún matemático perverso que
nunca tuvo presente la belleza de la inercia.
Quiero travestir los relojes de
mi existencia, esos absurdos bastardos que me rodean y se instalan a pesar de
mi desprecio. Esos relojes marcan mis pasos, convierten las imágenes en
melancolía barata y me obligan a renunciar a mis deseos y a claudicar ante su
paso implacable, cerrando la cremallera del diario paquete que, parece ser,
dicen los demás, son nuestra suerte.
Esos movimientos empeñados en su ritmo son
una horrible paradoja de la vida, son la más abyecta mentira del más infernal
de los tiranos, sin embargo, aquí estamos, rindiéndole pleitesía y
acobardándonos ante su eterna compañía.
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