Se ha muerto Roberta Flack, la creadora de los temas musicales más románticos de mi época. Volver a escuchar insistentemente, con motivo de su fallecimiento, por las redes de internet “The first time ever I saw your face”, me ha devuelto, de una bofetada, a los tiempos de mi juventud universitaria y, como por arte de magia, he recibido impactos visuales que se quedaron de forma inquebrantable en mi memoria. Escuchando a Flack, de nuevo esas imágenes me han constatado el amor joven, sincero, aquel primer sentimiento inaudito para mis 17 años, que me hicieron descubrir por primera vez lo que realmente era enamorarse, una emoción que nunca más he sentido con tamaña intensidad.
Se
llamaba Antonio y le llamaban Toñete. Con él me podía pasar horas hablando,
pero no puedo ni imaginar lo que hablábamos, yo con mi escasa experiencia de la
vida y él con, a pesar de su corta edad (quizás 19 o como mucho 20 años) la que
podía tener simplemente por haber nacido en un barrio que le había hecho crecer
mucho antes que a mí en el mío.
Recuerdo
la larga e intensa mirada que nos mantuvimos por vez primera frente a una mesa
de billar en un salón de juegos no lejos de la Facultad de Periodismo, en la
zona de Arguelles. Recuerdo su cercanía física en todo momento, aun cuando
estábamos rodeados de la “pandilla” de clase con la que siempre alternábamos y
nos divertíamos.
El
último día de clase del primer año en la Facultad, nos quedamos no sé por qué
mágica razón (quizás tú fuiste el inductor) tú y yo solos en el metro, tú me
acompañabas a mi estación. Te fui a dar un beso en la mejilla de despedida,
pero tuviste la audacia de que ese beso lo recibiera en mis labios (The first
time ever I Kiss your mouth). Al salir del metro ya soñaba contigo y me fui a
pasear por el parque del Retiro para disfrutar de la intensidad y emoción, de
las nubes que se habían instalado repentinamente en mi interior.
Sólo
deseaba durante aquel periodo estival volver a verte, sólo quería estar otra
vez contigo para seguir hablando de nuestras cosas o yo qué sé de qué cosas,
porque no me lo puedo ni imaginar de lo que hablábamos y, sobre todo, sentir tu
cercanía física con la que me sentía feliz y querida.
Llegó
el día del inicio del segundo curso en la Facultad, pero yo no te veía. Por fin
llegaste, pero me dijiste aquello que, como un saca corchos quita el tapón a
una botella y vierte su contenido, me desgarró por dentro, me vació de
contenido. Te ibas a casar y me dabas razones tremendamente inútiles, como que
te habían obligado a hacerlo para poder vivir con tu novia. Yo no tenía
palabras, solo tú te justificabas por la situación en la que te encontrabas,
pero….y yo qué pintaba en todo eso. Tú melancolía trataba de que yo te hiciera
compañía.
Sin
embargo, conocías dónde me sentaba en clase y siempre cuando ibas lo hacías a
mi lado. Nuestros asientos quedaban al lado de una puerta trasera del aula.
Cuando abría esa puerta miraba anhelante para ver tus piernas asomar desde la
silla que te correspondía a mi lado y cuando no las veía sólo me daban ganas de
llorar, pero cuando las veía creía rozar el cielo, allí estabas tú, para mi
sola durante aquel rato y quizás una caña.
A
medida que fuiste volcando tus dudas y amarguras sobre mi cerebro y mi corazón,
mi espíritu se fue arrugando sin capacidad de respuesta. Me encontré
tremendamente sola porque la vida, por primera vez, me había arrancado de cuajo
el intenso amor que sentía, aunque no sería la última.
Suena
“The first time ever…” y sigo recordándote. Tú lo recuerdas? En tu casa,
alrededor de una mesa redonda en la que se encontraba tu recién estrenada
mujer, (creo que se llamaba Concha o Conchita, o algo parecido) además de otras
u otros amigos de clase, y ella fue pasando las fotos de vuestra boda, y cuando
llegaban a mis manos yo no sentía nada. Era lo que había, pero tú dijiste en
voz alta dirigiéndote a mí: “Tú quieres, Isabel, ver esas fotos?, De verdad
quieres verlas?” Yo no sabía dónde esconderme, no quería saber el verdadero
sentido de esa pregunta para así que no lo supieran los demás y mucho menos tu
recién estrenada esposa que se sentía muy orgullosa de aquellas fotos y que era
la artífice del pasamanos fotográfico.
Recuerdo
haber hablado con un amigo tuyo de tu barrio, que estaba en nuestra clase y
salía con el grupo para, desesperada, decirle que estaba muy enamorada de ti y
que no aguantaba la situación en la que me encontraba (qué ingenua era), con la
esperanza de que te lo hiciera saber. Supongo que te lo dijo y con alguna
sonrisa de aliño. Pero entonces tomé una determinación: cambiarme de turno, de
la mañana a la tarde. De esa forma eliminaba todos los problemas que
consideraba insalvables de esta situación que me angustiaba.
Entonces,
te acuerdas? Al salir de una de las clases te lo comuniqué. Dios mío, qué
ingenuidad y qué cándidez por aquel entonces!. Te dije que me cambiaba de turno
a la tarde porque me estaba enamorando de ti y que no podía seguir así. La
verdad es que no me estaba enamorando, sino que desde hacía tiempo ya estaba
muy enamorada. Me contestaste que teníamos que hablar, pero yo ya había tomado
la determinación.
Qué
determinación tan absurda e infantil, cuando tú tanto me atraías. cuando tanto
me gustaba estar contigo y hablar de no sé qué cosas podría hacerlo, pero
que compartía contigo. Antonio, echo de menos tu mirada y aquella sensación que
me ofrecías de ser querida porque tú también buscabas mi compañía cada día que
nos encontrábamos.
Comienzo
a recordar detalles y, la verdad es que fueron tantos en tan limitado espacio
de tiempo que, comparados con el resto de mi vida, se han convertido al volver
la vista atrás en un tesoro inolvidable.
Vivía,
todavía, por aquel entonces en casa de mis padres. No sé por qué sabías la
dirección. Está claro que en algún momento yo te la di, y recibí una carta, sin
remitente, con un poema en su interior,
y de aquél poema que, desgraciadamente he perdido, posiblemente debido a
todas las mudanzas que he tenido que acometer en mi vida, solo tengo el
recuerdo que me pareció precioso y de él una frase que se quedó grabada e
imborrable en mi cabeza: “el amor no es un nido donde solo caben dos”.
También
recuerdo que tú fuiste el primero en hablarme de grupos de música para mí
desconocidos. Me grabaste en una cinta un disco de ‘Camel’ que más tarde yo
compré. Pero el final de la cinta que me diste tenía sorpresa, habías grabado
en ella una pequeña canción, de la que sólo recuerdo una frase y era ésta:
“Pero al salir el sol…, pero al salir el sol, está como para parar un tren, al
salir el sol”.
Una
vez que ya me encontraba en el turno de tarde, creo recordar, me invitaste un
día a tu casa. Me fuiste a buscar al metro, tomamos algo antes de dirigirnos a
ella. Ni por asomo pensaba que podía pasar algo entre nosotros, pero la idea de
estar contigo una tarde me emocionaba. Abriste la puerta y el mundo se vino
abajo. En frente, en una habitación, se encontraba sentada Concha o Conchita,
dándole al ganchillo o similar. Tu asombro fue mayúsculo y no lo disimulaste:
“Qué haces aquí?”, le espetaste. “Hoy no he ido a trabajar”, contestó.
Nos
metimos en una habitación de la que cerraste la puerta. Nos bebimos algún
cubalibre y no paramos de hablar hasta que se hizo de noche. Qué fue lo que nos
dijimos?. Lo que hubiera dado por tener esa conversación guardada.
A
partir de ese día nos fuimos separando por la incompatibilidad de horarios y
porque yo ya tenía claro que era inútil seguir haciéndome ilusiones. La verdad
es que Concha o Conchita había precipitado de forma irreversible la destrucción
de un sueño.
Alguna
vez me llamaste para quedar conmigo, pero en aquellas ocasiones siempre
justificabas los encuentros por la razón de que te habías enfadado con tu mujer
y que estabas solo, no sé en dónde.
Yo
empecé a tener otras relaciones y otros amigos, mi mundo se había vuelto otro.
La última vez que me llamaste para intentar que nos reuniéramos, volviste a
utilizar el mismo argumento. Ese día había quedado con el nuevo grupo de amigos
que tenía. Entonces te contesté que sólo me llamabas cuando tenías algún
problema con tu mujer y que, si querías verme, te pasaras por el bar donde
había quedado esa tarde con mis amigos.
Han
pasado muchos años, demasiados, y demasiadas cosas, pero nunca olvidaré tu
rostro, tus ojos, de los que por primera vez me enamoré, los que aún hoy
recuerdo a veces y vuelvo a experimentar el mismo deseo de verte, a pesar del
tiermpo.