El silencio respetuoso que antes buscaba para abrigarme y esconderme de las palabras huecas y del ruido ensordecedor del bullicio aturdido me ha convertido en su esclava y perfilo los sentimientos desgarrados de la gente confinada que antes creaban el bullicio siempre hueco y necesario para la soledad impermeable, para los espacios lúgubres donde derramar las expresiones innecesarias.
No es extraño que los patos confiados se atrevan a cruzar las calles y jabalíes inexpertos a explorar la ciudad para asombrarse de la ausencia de los seres que están siempre dispuestos a matarlos.
No es extraño que la gente sienta miedo del que se acerca a tocarle. Tampoco es extraño que nos sintamos pasivos, inertes ante la magnitud del drama que acaba de comenzar y no nos dejará hasta que no se decida cuántos de nosotros han de morir ni cuántos de nosotros envejecer de aislamiento.
La Tierra se desespera mientras la naturaleza hace acopio de la riqueza de la que la despojaron, y los árboles se enorgullecen de su altura, la hierba crece en rincones donde antes solo albergaba la carroña y el ser humano aplaude a la misma hora, desde la misma ventana para comprobar que el vecino no se ha muerto, pero si así ha sido, pensarán, mañana volveré a aplaudir, sin saber quién es el culpable.
La angustia se apodera del sufrimiento y éste se hace cómplice de la cobardía.
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