Fuego y Tierra

lunes, 22 de abril de 2019

Notre Dame, o la Muerte de Europa


Se elevaba el humo de las llamas de Notre Dame hacia el cielo y las lágrimas de Victor Hugo no fueron suficientes para calmar la ira del fuego, mientras el maestro Fulcanelli observaba con estupor la muerte de Europa, el alma que se derramaba.

La mayor de sus torres ardía, el pináculo que los hombres erigieron para elevar su espíritu hacia Dios, por encima de la construcción de aquellos arquitectos que modelaron con sus manos los seres que gobiernan las esperanzas y los deseos del mundo y las gárgolas que se asomaban entre las fachadas para advertir a los humanos de las insidias que nos acechan.

París llora, pero el mundo se agota, mutilada la savia de un epicentro que durante siglos acumuló sabiduría y gloria, y que expandió gracias a los grandes hombres, hace siglos, un mensaje difícil de descifrar para ningún mortal.

Notre Dame queda absorta de su propia muerte. Solo hace falta observar su fachada para reconocer la mueca de su tristeza, la desconsolada mirada de su soledad que le ha privado para siempre de los espíritus que la engrandecieron y le proporcionaron el hálito de su belleza.

Nunca serán suficientes las palabras que se dediquen a Notre Dame porque la catedral de París tenía su propio lenguaje, con el que quería expresarse y ofrecer a los incautos que penetrábamos en ella la posibilidad de acariciar el mensaje de las estrellas.

Han herido de muerte a Notre Dame, pero el resto de la Humanidad nos deberíamos de preguntar quiénes la hemos hecho morir.










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