Quiero cada cosa de mi pequeño universo, cada objeto me transporta a un sueño. Me reclama la armonía de una belleza similar a la que he inventado. Cualquier caricia a una tela. Cualquier fuga de mi mirada hacia una talla de madera o un sencillo vaso.
Elaborar con mis manos la esfera en la que palpitan mis recuerdos, mi pasado e incluso las ilusiones que me quedan y, sin embargo, saberlo mío. No es mi pintura, es la pintura en la que yo me hallo, la que yo he creado.
Es mi invención, la que nadie puede arrebatarme, la que me hace salir a la calle y hablar aunque apenas crea que alguien escuche destrozando sus propias fronteras, que es la única forma de sumergirse en otros mundos sin tener que recorrer kilómetros, tan solo saltar espacios y sentir que puede ser una aventura única en la que los riesgos se transforman en capítulos de tu propia novela.
Cuánta palabra hueca para guarecerse de la lluvia y del viento, y permanecer inertes ante los movimientos de la Tierra, ante ese devenir que no es otro que el que nosotros mismos hemos inventado.
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